Un cambio irreversible en la forma en que consumimos contenido
El consumo audiovisual ha vivido en la última década una transformación profunda. Lo que antes era un ritual doméstico alrededor del televisor, limitado por horarios fijos y parrillas televisivas rígidas, se ha convertido en una experiencia personalizada, multisensorial y, sobre todo, bajo demanda. Las plataformas de streaming han reformulado no solo la manera en que accedemos al contenido, sino también nuestra forma de relacionarnos con él.
Netflix, Disney+, HBO Max, Prime Video, y muchas más: todas han entrado en nuestros dispositivos como ventanas infinitas de entretenimiento. Pero, ¿cómo llegamos hasta aquí? ¿Y qué implicaciones reales tiene este nuevo ecosistema digital sobre nuestra cultura y comportamiento como espectadores?
El auge del streaming: rapidez, variedad y control
Si algo define al streaming es la inmediatez. Pasamos de esperar una semana para ver el siguiente episodio, a devorar temporadas completas en un solo fin de semana. Esta lógica de consumo maratónico no solo impacta en nuestra agenda, también transforma los formatos narrativos.
Las series actuales están pensadas para ser vistas de forma continua, con cliffhangers estratégicos que incitan al famoso « solo uno más ». Además, el control que tiene el usuario —pausar, retroceder, cambiar de serie en segundos— otorga un poder sin precedentes sobre una experiencia que antes era dirigida por las emisoras tradicionales.
La variedad también ha sido un punto clave: nunca antes tuvimos acceso a tantas producciones internacionales. En un mismo día, podemos ver una serie coreana, una película española y una docuserie sueca. Esto ha democratizado el contenido y a la vez abierto nuevas rutas de intercambio cultural.
De espectadores a curadores de contenido
Antes, encendíamos la televisión y consumíamos lo que estaba disponible. Hoy, elegimos. Pero este privilegio viene con su propia dosis de complejidad: ¿cuántas veces hemos perdido 30 minutos navegando en el catálogo sin decidirnos por nada?
Esta sobrecarga de opciones ha dado lugar a una nueva figura: el curador digital informal. Amigos, redes sociales, algoritmos y blogs —como este— se han vuelto fundamentales para ayudarnos a filtrar lo que vale la pena ver. Incluso, servicios como JustWatch o Rotten Tomatoes se han convertido en herramientas habituales en este nuevo panorama.
El poder (y peligro) del algoritmo
Uno de los motores invisibles detrás del streaming es el algoritmo. Platforms como Netflix han perfeccionado sistemas de recomendación que predicen con asombrosa precisión nuestros gustos. No es casual que terminemos viendo cosas similares una y otra vez.
Pero esta personalización conlleva un riesgo: el famoso efecto burbuja. Al mostrarnos solo aquello que se ajusta a nuestro perfil, corremos el riesgo de perdernos narrativas disruptivas o diferentes. ¿Estamos realmente eligiendo o simplemente aceptando lo que nos ofrecen?
Por otro lado, los algoritmos también están empezando a influir en la producción misma. Se crean series y películas basadas en análisis de datos masivos: qué tramas enganchan más, en qué segundo exacto los usuarios abandonan un capítulo, qué actores generan más interacciones. La creatividad comienza a adaptarse a la estadística, una ecuación que no siempre favorece la innovación.
Nuevos hábitos, nuevos estilos de vida
El streaming no solo cambió qué vemos, sino cómo, cuándo y con quién lo vemos. La portabilidad que ofrecen los smartphones y las tablets ha fragmentado la experiencia colectiva del cine o la televisión en familia.
Ahora es muy común consumir contenido mientras hacemos otra cosa: cocinar, entrenar, desplazarnos en transporte público. Esta multitarea, si bien maximiza el tiempo, también reduce la atención y la profundidad con la que nos implicamos emocionalmente con lo que vemos.
Además, ha aparecido un fenómeno interesante: el « slow watching », una suerte de contracultura que propone ver series a ritmo lento y reflexivo, como respuesta al consumo voraz. ¿Podría ser esta una pista sobre los límites de nuestra capacidad para asimilar tanto contenido?
La explosión de las producciones locales
Uno de los efectos más positivos del modelo de streaming ha sido la explosión de producciones locales que han conquistado audiencias globales. Casos como La Casa de Papel, Dark, Squid Game o Lupin demuestran que no es necesario hablar inglés para llegar a millones de personas alrededor del mundo.
Esto rompe el viejo paradigma de Hollywood como epicentro único del audiovisual y da visibilidad a narrativas más diversas, con otros contextos, acentos y estilos. Las plataformas han entendido esto como una ventaja competitiva y hoy invierten toneladas de recursos en coproducciones regionales.
España, por ejemplo, se ha consolidado como uno de los mercados más potentes para Netflix y otras plataformas, no solo como lugar de audiencia sino también como espacio de creación. Desde thrillers policiacos hasta comedias costumbristas, el espectro se ha ampliado radicalmente.
¿Y el cine tradicional? ¿Y la televisión?
Aunque muchos auguraban la muerte del cine frente al streaming, la realidad es más matizada. Si bien las plataformas dominan la distribución de contenido cotidiano, las salas siguen teniendo un espacio importante, especialmente para estrenos taquilleros o experiencias colectivas únicas.
De hecho, algunas películas siguen generando eventos sociales, como ocurrió con Oppenheimer o Barbie. El problema es que ya no basta con ser una “buena película”: ahora debe tener potencial viral, estética reconocible y capacidad de generar conversación —en redes, claro.
En cuanto a la televisión tradicional, su audiencia envejece, pero resiste. Los informativos, los programas en directo como realities o eventos deportivos, siguen teniendo público. No obstante, muchos de sus contenidos más populares terminan migrando a plataformas, donde acumulan visionados en diferido.
Modelos de suscripción: una jungla cada vez más densa
Entre plataformas de suscripción, publicidad integrada y servicios híbridos, el usuario contemporáneo ya no solo elige qué ver, sino también cuánto (y cómo) pagar. ¿Cuántos de nosotros compartimos cuentas? ¿Cuántas veces hemos saltado de una prueba gratuita a otra?
Algunas plataformas, como Netflix, han comenzado a limitar el uso compartido, apostando por planes más económicos con anuncios. Disney+ le sigue los pasos. Esto abre la puerta a un modelo que mezcla lo mejor (o lo peor) de la televisión tradicional con las ventajas del consumo digital.
La pregunta es si este modelo terminará cansando al espectador, ya saturado por mantener múltiples suscripciones. Como siempre, la clave estará en quién ofrezca el mejor contenido, de forma más accesible —y sin hacernos sentir culpables por quedarnos seis horas frente a la pantalla.
La responsabilidad cultural de las plataformas
Por último, no podemos ignorar el papel que juegan estas plataformas en la construcción del imaginario colectivo. Con millones de personas viendo los mismos contenidos, los mensajes que transmiten tienen un eco global sin precedentes.
Cuestiones como la representación de la diversidad, los estereotipos, la polarización o la visibilización de problemáticas sociales están hoy más presentes que nunca en el debate audiovisual. Y frente a algoritmos y datos, sigue siendo necesario un criterio editorial que entienda el poder de impacto que conllevan historias contadas a escala planetaria.
En definitiva, el streaming no solo es una forma de ver series o películas. Es un fenómeno cultural que está moldeando nuestras rutinas, nuestras conversaciones, e incluso nuestra forma de vernos reflejados en las pantallas.
Y tú, ¿sigues haciendo zapping o ya te has pasado definitivamente al algoritmo?