La cultura de los influencers y su impacto en las identidades contemporáneas

La cultura de los influencers y su impacto en las identidades contemporáneas

En la última década, la figura del influencer ha evolucionado desde una novedad marginal dentro del marketing digital hasta convertirse en un actor central de la cultura contemporánea. En plataformas como Instagram, TikTok o YouTube, millones de personas consumen – y adoptan – comportamientos, modas y valores promovidos por estos nuevos líderes de opinión. Pero ¿qué implica este fenómeno en términos de identidad, autenticidad y autoimagen? Más allá de los filtros y hashtags, la cultura influencer redefine la manera en la que nos construimos a nosotros mismos… y cómo nos relacionamos con el mundo.

Un fenómeno global con raíces digitales

Los influencers no surgieron de la nada. En sus inicios, fueron una extensión orgánica de los bloggers y youtubers, creadores que – motivados por la pasión o la necesidad de expresarse – compartían contenido de nicho. Sin embargo, el giro se produjo con la profesionalización de estas figuras, apoyadas por marcas, agencias y algoritmos que incentivaban el engagement más que la calidad del contenido. Hoy, influencers como Chiara Ferragni, Ibai Llanos o Dulceida no solo marcan tendencias: son auténticos referentes sociales.

Según un estudio de Nielsen (2023), el 71% de los consumidores entre 18 y 35 años reconoce haber comprado un producto recomendado por un influencer. Pero más allá del consumo, estas figuras también tienen un impacto psicológico y sociocultural: ¿cómo afectan a la manera en que nos percibimos a nosotros mismos y a nuestra autoestima colectiva?

La dictadura de la perfección: ¿quién decide lo que vale?

Una de las principales críticas que recibe la cultura influencer es su tendencia a promover estándares superficiales, difícilmente alcanzables y, muchas veces, irreales. Las imágenes curadas y los vídeos editados construyen una narrativa de vidas aparentemente perfectas: éxito profesional, belleza idealizada, cuerpos normativos, viajes exóticos… El resultado es una constante comparación con referentes que – aunque se presentan como “auténticos” – están profundamente mediados por intereses comerciales.

Jóvenes en pleno proceso de construcción identitaria imitan estéticas, conductas e incluso opiniones de influencers. En redes sociales, «ser uno mismo» muchas veces se traduce en replicar el estilo de quien acumula más likes. La autenticidad se convierte así en una estrategia de marca. Y eso plantea una pregunta incómoda: ¿estamos perdiendo la capacidad de definirnos fuera de los marcos impuestos por el algoritmo?

Investigaciones como las de la psicóloga estadounidense Jean Twenge advierten que los adolescentes que pasan más tiempo en redes sociales presentan mayores índices de ansiedad, depresión y baja autoestima. Las redes no son el problema en sí, pero sí el modo en que construyen valores superficiales y una conexión emocional constante con modelos imposibles de alcanzar.

Identidades líquidas y performativas

El sociólogo Zygmunt Bauman hablaba de la « modernidad líquida » para referirse a una sociedad donde las estructuras tradicionales se diluyen y todo está en constante cambio, incluyendo las identidades. En el contexto de los influencers, esta idea cobra plena vigencia: las personas ya no son, sino que “se hacen” frente a una audiencia. La performance constante en redes transforma la vida personal en una especie de reality digital.

Esto no es necesariamente negativo. Las redes también han abierto espacios para expresar identidades disidentes, para visibilizar luchas como el feminismo, los derechos LGTBIQ+ o la inclusión racial. Influencers como Samantha Hudson o Jedet han utilizado su plataforma para reivindicar discursos necesarios que durante años fueron silenciados por los medios tradicionales.

La paradoja, sin embargo, es evidente: mientras algunos utilizan el escaparate digital como trinchera de resistencia, otros lo convierten en vehículo de uniformidad, donde las diferencias se maquillan bajo el barniz de lo estéticamente aceptable. ¿Dónde se traza la línea entre empoderamiento y explotación de la identidad?

El capitalismo de la atención: cuando el yo se convierte en producto

En el universo influencer, la exposición es moneda de cambio. Cuanto más mostramos, más visibilidad obtendremos; y cuanta más visibilidad, más oportunidades comerciales. En esta lógica, la intimidad se convierte en mercancía: desde morning routines hasta confesiones emocionales, todo puede monetizarse.

Esto ha dado paso a un fenómeno especialmente relevante: la profesionalización del yo. En otras palabras, nos formamos, vestimos, hablamos y compartimos contenido no tanto por deseo personal sino estratégicamente, para construir una marca personal vendible. El problema es que, cuando el “yo” se vuelve producto, cualquier fallo, incoherencia o cambio puede ser penalizado por la audiencia.

Casos como el de la influencer estadounidense Caroline Calloway evidencian los efectos perversos de esta dinámica. Calloway construyó una imagen de escritora bohemia y glamorosa, respaldada por miles de seguidores. Cuando se reveló que parte de sus relatos eran ficticios y que delegaba gran parte de sus publicaciones a una colaboradora, fue duramente criticada. La autenticidad, piedra angular del influencer, se muestra entonces como un constructo frágil.

¿Hacia una transformación o un agotamiento del modelo?

En los últimos años, comienzan a emerger señales de saturación. La sobreexposición, los escándalos y la creciente desconfianza hacia las promociones pagadas han derivado en una demanda de contenido más honesto, diverso y ético. Algunos creadores han respondido apostando por una menor frecuencia de publicaciones, mostrando imperfecciones o incluso abandonando el espacio digital temporalmente.

Plataformas como BeReal o Threads apuestan por experiencias digitales más auténticas, en contraposición al contenido hiperproducido de Instagram o TikTok. Aunque su alcance es aún limitado, plantean una intención interesante: volver a una interacción más genuina, menos basada en la validación externa y más ligada a la conexión real entre usuarios.

Entonces… ¿influencers sí o no?

No se trata de demonizar a los influencers – sería tan simplista como ingenuo. Muchos de ellos cumplen un rol informativo, inspirador e incluso educativo. El verdadero desafío está en cómo consumimos ese contenido y qué lugar le damos dentro de nuestra construcción personal.

Algunas recomendaciones para navegar esta cultura sin perderse en ella:

  • Cuestionar los referentes: ¿por qué sigo a esta persona? ¿Qué transmite realmente?
  • No idealizar: recordemos que lo que vemos es solo una parte (curada, editada y seleccionada) de la vida real.
  • Cuidar nuestra salud mental: si una cuenta nos genera ansiedad, es mejor silenciarla o dejar de seguirla.
  • Fomentar la diversidad de voces: seguir cuentas que nos confronten, alimenten y enriquezcan nuestro pensamiento.

En definitiva, la cultura influencer no es más que un reflejo – y amplificador – de las dinámicas sociales actuales: consumo, identidad, validación y transformación. Comprender sus mecanismos no implica rechazarla, sino ser conscientes de su impacto para recuperar el control sobre lo más importante: quiénes decidimos ser, más allá del algoritmo.